miércoles, 3 de febrero de 2016

Las aguas bajan cantando

  

     Un hombre amaba a una mujer que vivía al otro lado de un río, jamás la había visto, no sabía de ella más que cada tarde cantaba y lavaba ropa en ese otro lado que ni facciones tenía, ni dimensiones precisas ni olores ni sabores; la amaba porque su voz lo había cautivado, solo por eso: ella era esa voz. Soñaba con ella, hasta de sus noches se había hecho, de sus pensamientos todos…
Pensaba en besarla, eso pensaba todo el día después y antes de oírla, se había hecho una idea de ella idealizada: era fragancia a rosas, durazno y miel su cuerpo todo, agua cristalina el nácar de sus ojos celestes como ese cielo que guardarlos podía cada tarde y cubrirlos podría cada noche; era perfecta, era vida plena.
  Sus días comenzaban contando las horas hasta que bajaban las mujeres a lavar ropa de ese otro lado del río, y terminaban cuando los ecos de su canto eran llevados río abajo a la rompiente.
Pudo ser así toda su vida, eso pensó, pensaba, de no haber sucedido aquello de perderla…

 Una tarde cualquiera en que cita se diera como era ya costumbre a esperarla, en que tiró su línea al agua justificando así el estarse a esa hora frente a ellas sin ser sólo un curioso, un hombre que invadir pudiera esa intimidad femenina de faenas tan vanas, le llamó la atención cuando hubieron bajado todas las lavanderas que aquella no estuviera, que entonces no cantara, y se quedó pensando hasta muy entrada la noche qué pudo ocurrirle, los por qué de que faltara cuando nunca antes supo hacerlo, cuando ser y estar allí era una postal más que asumida; dónde estaba fue una pregunta que lo torturó de noche: dónde y con quién se preguntó por vez primera; “¿tiene dueño?”, “¿hay un látigo o un esposo o ambas cosas que la atan a ese lado?”. No durmió, esa noche no durmió pensando en ella.
Al día siguiente se repitieron las ausencias y al otro y al otro…Y cuando ya no pudo aguantar saber de ella decidió cruzar el río y buscó para ello las maneras: caminó días enteros costeando esas orillas, cargando con sus sueños más que con sus cosas, y se llegó hasta las lenguas de agua que confluían una a una en la cima de la montaña para formar al fin el caudaloso río. Cruzó, dio un paso y estuvo así del otro lado; entonces volvió.
 Soñando con conocerla al fin caminó noches y días sin descanso, desgastó sus ropas y sus ganas en esa empresa pero fue feliz creyéndola su recompensa aunque lo improbable de aquello fuese lo único seguro: si tenía dueño llevaba dinero para comprarla (él era un esclavo liberto ya hacía mucho) y si casada estaba conquistarla podría, pensaba; no podía existir un imposible para sus ganas de tenerla. Quería ser dueño de ella, dueño de todo lo que ella encerraba; por primera vez quería con cuerpo y alma a alguien: se alimentaba de sueños, respiraba deseos, bebía ganas…
  Al final, cuando llegó hasta la piedra blanca donde aquellas solían golpear las sábanas y retorcer los otros trapos se detuvo, se sentó a esperar que bajaran como cada tarde y allí se durmió cansado y esperanzado en saber al fin de ella. Durmió y creyó que fueron días y no horas, soñó con que llegaban, lo veían, reían alegres y hasta hablaban de lo sucio de su aspecto y lo negro de su piel; despertó y no era un sueño, eso hacían aquellas con él. Despertó y se asustaron, eran mujeres solas, prohibido tenían ver o hablar con hombre alguno y al látigo del cuidador temían como para contestar lo que aquel preguntó apenas se hubo erguido; preguntó por aquella pero sus preguntas fueron tan imprecisas que además del silencio hubo miradas entre ellas, no supo describirla porque jamás pudo verla más que de lejos ni supo nombrarla porque nombre no tenía más que esa voz como referencia: la llamó “agua”, “río”, “miel”, “aire” y “luna”…pero nadie supo decirle quien era ella porque a ese nombre ninguna respondía; “canto” la llamó entonces, dijo que era como la voz del río en un lamento que lo abarcaba todo cada tarde y el mundo se detenía sólo para escucharla. Eso dijo, habló y habló y todas ellas lo escucharon atentas a sus palabras cargadas de amor y de alguna manera desearon muy en lo profundo ser ella, parecerse a ella, poder despertar sentimientos aunque sea parecidos en alguien o en algo algún día…pero ninguna era. Ella no estaba entre ese grupo de mujeres marcadas por la soledad y el miedo, duras las manos con dedos como ramas de tanto trabajar, ajada la piel por los soles, cansados los ojos de mirar la tierra del mismo suelo día a día y esperar al destino en el brillo de una estrella en las noches preñadas de deseos. No estaba. “¿Estuvo alguna vez o fue sólo un sueño?”, “¿la escuché o escuché al río, a las voces del río, a las sirenas?”; preguntándose esas cosas se quedó allí varios días, se negó a irse sin una respuesta en un principio y después solo se fue.

 La busca, sí, todavía la busca por la orilla del río ese hombre y dice no detenerse sino hasta encontrarla, niega que haya sido solo un sueño, lo niega con vehemencia y hasta le creí al escucharlo. Estaba de paso cuando lo conocí, siempre está de paso, “está loco”, eso dicen, que está loco porque una sirena del río supo embrujarlo una tarde y desde entonces vive solo para encontrarla.


  





  

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