viernes, 30 de octubre de 2015

El señor de las cabezas huecas

  Un reducidor de cabezas decidió un día saber si dentro de esas espeluznantes obras que tenía hacinadas en el cuarto que había hecho para tal fin, existía la posibilidad que "algo" dentro de ellas pudiese seguir vivo; no fue un hecho fortuito que ese día decidiera constatar aquello: la bruja le había dicho que en un sueño había visto crecer algo en ese cuarto, algo malo, algo que podía cambiarlo todo, y eso lo llevó a revisarlas una por una esa mañana.
Así fue que se tomó el trabajo de verlas y moverlas e inspeccionarlas exhaustivamente buscando ese "algo" que dijo ver aquella bruja, las giró, las sacudió y las fue poniendo una a una bajo el sol como un muestrario de su poder ante los otros miembros de la comunidad. Él reducía todas y cada una de las cabezas que pertenecieron alguna vez a quienes cazó en sus territorios, a curiosos que se perdieron seducidos por sus destrezas como hombre de guerra, a extraños, en fin; a seres por quienes no tenía mayor interés que el de ser dueño de sus cabezas.
Así estaban todos ellos esa mañana soleada: mudos espectadores del poder al que se supieron someter y entonces manipulaba en busca del “distinto”, de quien pudiese atentar contra él después de muerto. ¿Pero cómo podría un ser, un pedazo de ser muerto, atentar de alguna manera contra él?, ¿cómo, de qué forma ocurriría tal cosa?; se hacía preguntas mientras trabajaba infructuosamente mirándolas a los ojos a todas y cada una de ellas, sopesándolas, sabiéndolas importantes como muestra del lugar que ocupaba socialmente ante los otros: él mandaba, su voz era una orden cargada de amenaza y a él se sometían y por él ese pequeño mundo giraba. El miedo a pertenecer a su colección de cabezas era una idea que se les inculcaba hasta a los niños, eso era un hecho.
  El caso es que buscó y buscó hasta muy entrada la tarde y nada, no halló ni una sola de ellas que pudiese destruir su reputación de asesino. Todas estaban vacías, eso constató, eran huecas y obedientes cabezas que bien podía guardar, sacar o mostrar a gusto y antojo sin que ninguna de ellas pudiese desatar los hilos con que tenían cocidas las bocas y decir siquiera algo, quejarse o desobedecerlo; estaban muertas cuando las redujo y así seguían ese día.
Cuando al fin observó que nada había mandó llamar a la bruja y delante de todos le dijo que su magia ya no servía, que su voz no tenía razón de ser si los dioses la habían abandonado y allí, ante el pueblo todo, le cortó la lengua y se la dio de comer a uno de los huesudos perros que andaban entre la gente. Luego, riendo a carcajadas, la mandó guardar todas y cada una de sus cabezas antes de volverla una de ellas apenas cumplida esta orden; entonces se retiró a descansar.
Nadie podía ayudarla, esa era la orden, y ella obedeció. Una a una fue guardando los trofeos de su “señor” en aquel cuarto mientras la gente curioseaba su tarea. Diligentemente lo hizo desde entradas las sombras y a tientas; hasta prender antorchas y alumbrarse con ellas, luego.
En todo ese tiempo llorar no le sirvió de nada como tampoco temer, estaba sola y ahora el silencio sería una constante en su vida, el poder de la palabra le había sido vedado y el respeto que supo ganarse con sus predicciones esa tarde se lo había comido un perro. Pensar, solo le quedaba pensar y pensar y pensar cada vez que iba y venía del cuarto al patio y del patio al cuarto acomodando las cabezas; no pudo evitar pensarse pronto una de ellas ni imaginarse cómo se vería entonces, en qué lugar la colocarían en esa pila y si a su cuerpo se lo comería otro perro…Pensó en la fuerza que ya no tenía y en la belleza que hacía mucho la había abandonado, en que sería mejor estar muerta antes que despojada de su respeto.
Ya no era nadie. Sin respeto estaba muerta en vida.
Pensando y pensando en todo eso estaba cuando se le cayó una de las cabezas que llevaba y rodó hasta un pequeño canasto que contenía algunas semillas entre las que se encontraban las de aquella planta llamada Árbol de Navidad, chocó contra este y se detuvo. Ella la siguió hasta allí y estaba por levantarla cuando un pensamiento cruzó fugaz pero sustantivamente por su mente: sembrar las cabezas. Pensó en que si les colocaba tierra y algunas semillas de Árbol de Navidad y tan solo las regaba un poco…aunque ella no viviera para verlo, aquellas cabezas desaparecerían atrapadas entre las poderosas raíces de estos árboles que extienden las mismas en busca de agua sin que nada se interponga en su camino y todo ese cuarto desaparecería con ella y todos, absolutamente todos, verían que haberla matado había sido una equivocación, que jamás debió aquel tomar semejante decisión, y ella, aunque muerta, recobraría el respeto quitado por aquel.
Así fue que llevó adelante su idea aprovechando que ya todos dormían: llenó algunas de ellas, puso en éstas semillas, las regó y colocó cerca de las hendijas por donde el sol podría colarse y calentarlas en el tibio vientre de la tierra; las dejó estratégicamente distribuidas.
Para cuando el sol comenzó a asomar su tarea había concluido y ella solo esperaba le diesen muerte.
Al medio día la mataron, su cabeza fue reducida como estaba previsto y una vez seca pasó a estar encerrada junto con las otras en ese cuarto donde las semillas se hinchaban lentamente en el silencio de esas bocas cocidas a grandes puntadas.

  Pasaron días, luego semanas, soles y lunas que se escurrieron uno tras otro por las hendijas que traían el murmullo del afuera y nadie, ni aquel falso “señor” de ese mundo hecho a su medida, pudo imaginar siquiera que todo él, todo lo que hacía a su reputación malsana con que se había inventado para gobernar a quienes no pensaban ya sino azuzados por el miedo, estaba siendo tragado por la naturaleza. Las raíces habían ido reventando una a una a las cabezas huecas y se entrelazaron y anudaron y cayeron a tierra buscando fortalecerse y extenderse por doquier hasta contraerse y retorcerse contra las paredes y el techo en su afán por salir; ya entonces no eran varias plantas sino una, una sola que crecía como un monstruo deforme con un único fin: crecer, extenderse a como de lugar.
La mañana en que el cuarto aquel reventó todos escucharon el estallido de los maderos al partirse. Se asustaron. Nadie quiso siquiera acercarse sino hasta que aquél lo hizo; lanza en mano, solo se quedó boquiabierto mirando a ese monstruo natural que se había “comido” su reputación de la noche a la mañana.
Luego de un rato lo pinchó con la lanza, lo rondó, lo observó más de cerca y pudo ver parte de cabezas incrustadas en el tronco, en las ramas, en las raíces…parecía que aquello era producto de ellas, de esas cabezas, que de ellas había nacido y crecido retorcido como sus espeluznantes finales. Entonces alguien recordó el sueño de la bruja y corrió un murmullo que hablaba de un castigo, uno a otro se decían que aquel había sido castigado, que la bruja se había vengado, y entonces el murmullo creció y ya nadie lo pudo seguir viendo como a un líder sino como a un maldito. Se alejaron de él, lo despreciaron, y cuando aquel quiso obligarlos a obedecerlo una vez más alguien lo golpeó con una piedra haciéndolo caer y vieron que sangraba por la herida como cualquier mortal y que no corrían por sus venas la sabia de los dioses como supo mentirles desde siempre: su sangre era roja y su fuerza no era sobre humana ni nada parecido.
Un niño tomó la lanza que había quedado tirada a un lado de éste, entonces, y queriendo ser quien matase al más grande guerrero que jamás hubo existido, se la clavó en la espalda sin pensarlo ni un segundo. El grito que aquel dio fue como el lamento de un animal: horrible e inolvidable. Si la intención de la comunidad no era matarlo aquel niño había decidido por todos en ese momento. Su muerte no fue rápida, agonizó por horas mientras unos y otros curiosos lo veían y le decían aquello que jamás antes se animaron a decirle.
Los dioses lo habían abandonado.

  Cuando se contó la historia, mucho tiempo después, algunos dijeron ser quienes le dieron muerte, otros dijeron que bajó un dios de las ramas de aquel árbol retorcido y fue quien acabó con el guerrero, y otros, los más, los que poco hablaban ya, dijeron que ese árbol era la reencarnación de aquella bruja y ella lo había asesinado: que primero había sembrado su simiente en esas cabezas y luego había hecho que el brazo más hábil de su último nieto le clavara su propia lanza hasta atravesarle el corazón.

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